jueves, 25 de septiembre de 2008

Dani, un tipo de suerte

¡Pobre Dan! Hace cuatro años quedó viudo con tres hijas. Las dos mayores son adolescentes y se quejan de que sea tan sobre protector y no las deje noviar tranquilas. La menor está en la primaria y es la típica nena perfecta de película: hermosa, inteligente, compresiva; sabe que Dan la desatiende pero espera pacientemente para hacer su reclamo.

Dan y su prole van a pasar unas breves vacaciones a la casa de fin de semana de sus padres. Allí se encontrarán con el resto de la familia, todo un batallón. La familia de Dan es afectuosa y contenedora, pero es invasiva como pocas. Desconocen el sentido de la privacidad, se entrometen en la vida de los demás todo el tiempo. Son simpáticos y si bien no dan ganas de internarlos en un campo de reeducación familiar, despiertan un irrefrenable deseo de ponerles algún límite. A Dan lo mandan a dormir al lavadero porque su hermano soltero trajo una acompañante y la ubicaron en su cuarto. A la mañana siguiente, como Dan sigue insoportable, la madre lo manda al pueblo a comprar el diario para que se airee un poco y le pide que tarde lo más posible. En el kiosco, que tiene un anexo de librería, conoce a una mujer fascinante (Juliette Binoche) que lo confunde con un vendedor y le pide que le recomiende libros. Se da entre ellos una gran química. Sacándola del error, la invita a tomar un café. Todo parece indicar el inicio de un gran romance. Pero cuando vuelve a la casa, Dan descubre que la Binoche es la nueva novia de su hermano, la invitada que ocupa su cuarto.

Se instala entonces un módico suspenso: ¿se convertirán en personajes de Chejov y anhelarán toda su vida el no haber cristalizado su amor? ¿O el amor superará todas las barreras, incluidas las impuestas por la familia de Dan?

A este film lo distribuye la Disney Company, lo que no es un dato menor. Todo es “blanco”, las buenas intenciones están a la orden del día, todos parecen haber hecho un curso intensivo de buenos sentimientos, la obediencia a los códigos morales tradicionales es rigurosa, el sexo siempre está ligado al amor y prácticamente no hay malas palabras.

Hay una tenue ironía (Dan se gana la vida como consejero de problemas de relación en un diario y no puede manejar su vida), ocasionales caídas en lugares comunes y líneas vergonzantes que pretenden sonar importantes y parecen sacadas de una tarjeta de aniversario (ejemplo: El amor no es un sentimiento, es una habilidad).

Steve Carell es un actor interesante y carismático con un talento natural para la comedia. En este film la dirección pretende transformarlo en un galán y lo ilumina con cuidado. Cuidado que no se toma con Juliette Binoche en un momento de su carrera en que más lo necesita. Su rostro ha perdido frescura y algo de su transparencia. Aquí aparece desgreñada, poco elegante, nada glamorosa. Pero su gigantesco magnetismo sigue intacto y vuelve lógico que los hombres se enamoren de ella y que el resto de la familia la considere un ser muy especial. Una amiga mía dice que a las películas que son buenas pero no demasiado, hay que ponerles algo de nuestra parte para que terminen de funcionar. Éste es uno de esos casos, si se aceptan sus convenciones y sus falencias, se deja ver y se pasa un rato agradable. Después de todo: ¿a quién no le gusta salir a veces del cine con una sonrisa cómplice y la mirada esperanzada?

Un abrazo,

Gustavo Monteros

jueves, 18 de septiembre de 2008

Mi hermano es hijo único

El título es buenísimo. Y es un imán irresistible para los que somos hijos del medio. Es que en una familia más o menos numerosa, no ser el mayor o el benjamín implica haber sentido, en algún momento de la vida familiar, algo parecido a la indiferencia. Pero volvamos a la película, antes de que me adentre en mis traumas de infancia y termine tan enredado en mis deudas familiares que ni un congreso de psiquiatras pueda sacarme.

Accio y Manrico son dos hermanos con nada en común, salvo un profundo cariño fraterno que se expresa a las trompadas. Accio, el menor, se siente relegado. Como Manrico se inclina a la izquierda, Accio prueba primero el seminario y después coquetea con el fascismo. Ambos se enamorarán de Francesca, que milita en el partido comunista. Ella corresponderá siempre a Manrico, nunca a Accio.

Si bien el drama familiar y/o personal se circunscribe en las luchas políticas de la Italia de los 60, las ideologías tienen poco peso en la historia. Es como si el director, Daniele Luchetti, manejara una visión postmoderna y las posturas radicalizadas de la izquierda y la derecha fueran cosas del pasado muerto y no tuvieran más sustancia que el vestuario de época y la dirección de arte. Insiste en que la adhesión a las ideologías responde más a caprichos personales dictados por traumas y conflictos no resueltos que a la preponderancia que puedan tener sus postulados.

Esto, si bien puede ser verdad, manejado tan categóricamente, sin posibilidad de grises, le da al asunto una levedad peligrosa.

Quizá sea por esto que los dramáticos hechos que se narran no logran conmovernos. Pasan cosas terribles (algunas, incluso, remiten directamente a hechos sangrientos perpetrados en este país en la década del 70), pero no nos comprometen emocionalmente. Y los encomiables trabajos de Elio Germano y Riccardo Scamarcio, como Accio y Manrico, y de Angela Finocchiaro, como la madre, se pierden en la ausencia de espesura con que es manejada la propuesta.
La historia es muy buena, el guión es elocuente, los personajes son interesantes, las actuaciones son excelentes, la cámara está bien puesta, las músicas bien elegidas, pero todo fluye dejándonos impávidos.

Una pena. Algo que pudo ser inolvidable pasa a ser un pasatiempo que se funde en el negro del olvido mientras nos dirigimos a la salida del cine.

El hermoso título está sacado de una canción del cantautor calabrés Rino Gaetano, pero el título de la novela de Antonio Pennacchi en que se basa el film no es menos logrado: "Il Fasciocomunista".

Un abrazo,

Gustavo Monteros

jueves, 11 de septiembre de 2008

El frasco

“Del autor de Historias Mínimas llega otra historia sencilla” se leía en las “colas” que procuraban vender esta película.

Y sí, arranca como una historia casi microscópica, de tan mínima, y casi tan insípida como el agua, de tan transparente. Una maestra rural le pide a un chofer de micros de media distancia que le lleve un frasco con orina para un análisis. Él lo romperá, conseguirá otro frasco y le pondrá su propia orina, eso generará un equívoco que los acercará.

El problema es que para justificar el accionar de los protagonistas, la historia termina teniendo más argumento que una telenovela venezolana con 45 personajes principales. El pasado de la maestrita y el chofer es tan denso y pesado, que si se desarrollara habría trama como para 3 ó 4 películas más.

A las historias mínimas, como lo demostró el gran Carlos Sorín en el film homónimo, le sientan mejor los no actores, quienes no manejan ni intenciones ni conflictos ni caracterizaciones, pero ofrecen a cambio una frescura y una falta de artificiosidad estimable. Porque admitámoslo, los actores somos seres conscientes de nuestra expresividad. Aun en el realismo más extremo, es imposible suprimir del todo la dosis de narcisismo o el afán de exhibicionismo inmanente que nos lleva a poner cara y cuerpo para contar historias. Si esto es evidente hasta entre los actores independientes, ¿qué queda para dos figuras glamorosas como la Brédice y Grandinetti, de probada cualidad estelar para enfrentar protagónicos?

Entrenados y curtidos para seducir públicos con personajes ricos y complejos, cuando son puestos a asumir textos simples y personajes elementales, quedan tan fuera de su registro habitual que incomoda verlos.

Salvando las distancias, es como poner a Natalia Oreiro a que haga de la chica anodina y desangelada que nadie mira dos veces. Un despropósito.

Aunque si bien hasta los despropósitos pueden llegar a buen puerto, porque los actores, cuando son exigidos y desafiados, pueden encarnar todo tipo de criaturas, es indudable que se necesita más tiempo y rigor para elaborar personajes alejados del registro propio, del que parecen haber tenido Grandinetti y la Brédice para este film.

El guión de Pablo Solarz no es malo, pero llega a la pantalla demasiado pronto, sin imprescindibles reelaboraciones y reescrituras que lo hubieran redondeado mejor. Funciona bien en lo que concierne al frasco del título hasta que los protagonistas tienen sexo, después se desbarranca en un fárrago de explicaciones y justificaciones. Están bien delineadas las situaciones accesorias de la pasajera rubia y veterana, la de la madre e hija en el parador o la del doctor y la secretaria, pero la subtrama del hermano de la Brédice es de una torpeza irredimible. Es más, el personaje del hermano sólo se justifica por una necesidad estructural del guión: tenía que haber alguien que contara la historia de la Brédice y que mejor que un pariente cercano.

Grandinetti hace una especie de Forrest Gump, pero sin tanta gracia ni encanto. Su lectura del personaje es muy superficial, pero sobre el final logra emocionar con nobles recursos. A la Brédice le va un poco mejor con su maestra maltratada por la vida. Pero su actuación va para un lado y las razones que da su hermano sobre su comportamiento van para otro. Y entre tantas contradicciones, su personaje no adquiere mayor envergadura, simplemente no cierra. Y por momentos su actuación es tan intensa, su voz tan rotunda y el texto tan sencillo, que parece Cipe Lincovsky recitando La Farolera. Pero siempre es grato verla, entre las actrices jóvenes, es por lejos la más ambiciosa, inquieta y creativa.

Alberto Lecchi es un buen director, orquesta con eficiencia todos los elementos técnicos, planifica las secuencias con maestría y contiene bien a los actores. Pero esta vez, por seguir al pie de la letra un guión enclenque, no concreta una propuesta lograda.

Es de esas películas que denomino “ni”. No es ni un bodrio declarado ni tampoco un buen film.

En un reportaje, Lecchi admitió que tuvo que afear un poco a la Brédice, porque si no su maestra no sería creíble. Presunciones y preconceptos del cine. Tengo varias colegas que militan en las filas de la educación, que nada tienen que envidiarle a la estrella más “estrelluda”. Es más, son de tan buen ver y de tan buena planta, que si las fotografiaran como fotografían a la Brédice detendrían el tránsito.

Pobres los docentes. No sólo soportamos sueldos de hambre, deplorables condiciones de trabajo, un ministro de educación pública que anhela la enseñanza privada y desprecia la pública, si no que además (al menos para el cine) tenemos que ser feos para poder ser creíbles.

Un abrazo,

Gustavo Monteros

jueves, 4 de septiembre de 2008

Motivos para no enamorarse

Ambicionar la popularidad no es ningún pecado mortal. Puede, a lo sumo, ser vergonzante si se la procura alcanzar con la explotación de un filón que ya dio algún rédito, poniendo en juego sólo un tímido profesionalismo. Como se supone pasó con Los superagentes, nueva generación o 100% lucha, la película, para mencionar ejemplos recientes.

Últimamente, algunos directores argentinos como Fabián Bielinsky (Nueve reinas, El aura), Juan José Campanella (El hijo de la novia, Luna de Avellaneda), Damián Szifron (Tiempo de valientes), Juan Taratuto (No sos vos, soy yo, ¿Quién dice que es fácil?, Un novio para mi mujer), lograron el éxito y la popularidad.

Los paladares “refinados”, “sofisticados”, “exquisitos” desconfían de los films exitosos. Los consideran “comerciales”, poco “artísticos”.

Fundan su desconfianza en que los films populares son generalmente “de género”. E inscribirse en un género determinado (policial, romántico, dramático, etc.) presupone la sujeción a una fórmula rendidora. (“Chico encuentra chica, chico pierde chica, chico recupera chica” o “Villano mata esposa de héroe, héroe se venga”, etc.)

Todo es relativo. Casablanca, uno de los films más amados y mágicos de la historia del cine, es fórmula pura. Steven Spielberg, el director de los films más populares del mundo, es un maestro indiscutido, idolatrado por creyentes, ateos y agnósticos.

En definitiva, el problema no es ni el éxito ni la fórmula. Lo que importa es el talento, la creatividad y el amor al arte de contar en imágenes. Mariano Mucci, después del estrepitoso fracaso “artístico” de El boquete, acepta el desafío de una apuesta supuestamente “comercial”: una comedia romántica. Lo hace con capacidad, enjundia creativa y pasión por lo que se puede escribir con una cámara.

Cuenta con un buen guión de María Laura Gargarella, dos protagonistas con buena química y rubros técnicos impecables (en especial la iluminación, la dirección de arte y la música).

La originalidad de esta historia radica en que los protagonistas se conocen y se enamoran conviviendo. La tradición indica que la convivencia está implícita en lo que le sigue al beso que corona el final feliz, no antes.

Descubierto el amor, los problemas no tardarán en surgir. Para entonces, la empatía con los personajes estará tan fuertemente cimentada, que haremos fuerza para que puedan ser felices, juntos.

Jorge Marrale, como todo gran actor, trae consigo las glorias de su pasado. Su nombre conjura nuestros atesorados recuerdos del curita de Las manos, el atribulado psicoanalista de Vulnerables o el villano perfecto de Vidas robadas. Eso nos hace estar con él desde el primer fotograma. Corporiza aquí otra caracterización inolvidable.

Y esta película debería llamarse Motivos para sí enamorarse de Celeste Cid. No la conocía. No tuve el gusto de ver sus actuaciones televisivas. Su rostro registra todas las emociones por las que atraviesa su personaje con una fluidez y una frescura notables. Esperaré impaciente la próxima película de esta actriz entrañable.

Y sin profundizar la bizantina discusión sobre si es “artístico” o “comercial”, diremos que Motivos para no enamorarse es un buen film que hace pasar un momento agradable, sensible, entretenido. No es poco (ni para una empresa “comercial” ni para una aventura “artística”,) ¿no?

Un abrazo,

Gustavo Monteros