jueves, 10 de julio de 2008

La visita de la banda

Sin duda el capítulo más voluminoso de la Historia del Arte en el Siglo XX le corresponde al tema de la incomunicación. Todas las expresiones artísticas (de la literatura a la música, pasando por la plástica y el cine, etc.) se abocaron con fruición al tema. Hasta que la aceptamos como una verdad revelada, nos taladraron el cerebro con la noción de que a los pueblos de distintas culturas todo los separa, tanto la Historia con Mayúscula como la historia con minúscula. Establecieron asimismo que entre los miembros de una misma cultura, los condicionamientos familiares, sociales, psicológicos e incluso neurológicos levantan barreras infranqueables. La poca comunicación que tenemos, deficiente y precaria, le debe su existencia a la voluntad del amor y a la fuerza de las convenciones sociales.

Por mi parte, cuando tengo ataques de filosofía inútil (en especial cuando estoy en el baño o en la parada del colectivo) me pregunto: cómo serían nuestros tiempos si los que nos precedieron en vez de machacar tanto con la imposibilidad de la comunicación se hubieran dedicado a reforzar los enclenques puentes que nos unen.

Con una sencillez envidiable La visita de la banda, escrita y dirigida por Eran Kolirin, me acerca una respuesta.

Unos músicos egipcios, integrantes de una banda policial de Alejandría, llegan a Israel para la inauguración de un centro de cultura árabe. Como nadie viene a recogerlos al aeropuerto, tendrán que llegar al lugar de la actuación por su cuenta. Quedan varados en un pueblito donde ni siquiera hay un hotel. La dueña de un bar y sus dos trabajadores se repartirán los miembros de la banda para hospedarlos en sus casas esa noche. En esas pocas horas de convivencia forzada e inesperada aprenderán más de sí mismos y de los otros que en veinte años de terapia. La lengua franca será un inglés elemental, ya que los israelitas no entienden el árabe egipcio y los egipcios no entienden el hebreo; lo que le dará a cada grupo el alivio de recurrir a su lengua natal cuando quieran hablar de los otros en su presencia. Bastará con que hablen y escuchen con atención para que la iluminación que se da al ver la propia vida desde otra perspectiva se produzca. Como la verdad más que nunca está en los detalles, el tempo del film es lento y pausado, pero, ojo, nunca aburre o agobia, porque es imposible no entrar en empatía con conductas tan reconocibles y porque los personajes y los actores que los encarnan, de tan humanos, son entrañables como viejos amigos. Los visitantes seguirán su camino al día siguiente, pero ya nada será igual sino un poco mejor.

Si la utopía surge de lo que no es, de lo que no se tiene; si la esperanza nace de la necesidad de modificar algo, quizá el mejor camino hacia ambas sea no insistir tanto en lo que nos separa sino hacer más hincapié en lo que nos une. Y el arte es el mejor adoquín, macadán, alquitrán, etc. de cualquier camino.

Cuando vean la película, notarán que nombres tan dispares como los de George Gershwin, Chet Baker u Omar Sharif se resignifican y adquieren el portento de lo milagroso.

Un abrazo,

Gustavo Monteros

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