viernes, 20 de junio de 2008

Un secreto

La palabra SECRETO en el título de una novela, una obra de teatro o una película me despierta una curiosidad irreprimible y debo leer ese libro o ver esa obra o ese film. ¿Podré adivinar el secreto? ¿Estará el misterio a la altura de la expectativa creada? Esta compulsión me ha metido en más de un bodrio, pero me es imposible controlarla.


Eso sí, va siendo hora de que dejen de abusar en los títulos de la palabra SECRETO a secas y la adjetiven o la adornen un poco, puedo mencionar al menos 5 películas de distintas nacionalidades que se llaman El Secreto y otras tantas que se llaman Un Secreto.


Esta vez se trata de una película francesa de Claude Miller. Y es muy poco lo que puedo contar sin arruinarles la diversión de verla. Básteme decir que el secreto se origina en el seno de una familia judía francesa durante la segunda guerra mundial, que la guerra tiene algo que ver, pero que éste es en esencia un drama íntimo.


Ahora bien, ¿cómo responde este film a las preguntas que me obsesionan respecto a un SECRETO? Con aplastante rotundidad. Ni remotamente hubiera adivinado el secreto y cuando éste comienza a develarse se instala en la platea un bienvenido y desconcertante estupor. Y ¡sí!, el misterio satisface plenamente la expectativa creada.


El film se estructura en base a hechos ocurridos a lo largo de varios veranos, una primavera y un otoño. Normalmente cuando hay varias líneas temporales en un relato, el presente narrativo va en colores y el racconto en blanco y negro. Hay aquí una inversión a la norma. El presente narrativo va en blanco y negro y lo que se recuerda va en restallantes colores. Se trata de una elección muy afortunada porque el pasado es aquí el momento de la pasión y el presente sólo una consecuencia, y también porque cualquier secreto no hace sino palidecer la vida.
El film tiene una rareza y un detalle. La rareza: es muy frío. Formalmente es un melodrama, pero ante cada instancia conmovedora hay un deliberado distanciamiento emocional, como si se quisiera hacer pensar más que sentir. A Claude Miller le gusta narrar así. A las películas que más recuerdo de él, Lo Mejor de la Vida (La Meilleure Façon de Marcher), la historia de una manipulación que lleva a una humillación atroz y Betty Fisher y otras historias (Betty Fisher et autres histories), un rompecabezas policial sobre el inaprensible destino, la frialdad les venía como anillo al dedo. Pero aquí produce un extrañamiento incómodo. Uno ve escenas altamente conmovedoras, pero la puesta en escena nos dice todo el tiempo: no se conmuevan, sólo vean. Incomoda porque (aceptémoslo) un melodrama que no quiere emocionar es una contradicción de términos. El detalle: hay algunos diálogos muy artificiosos. Esto más que una crítica es un reconocimiento idiosincrásico. Los franceses tienen una tradición de dialogar escénicamente en un modo que a los rioplatenses nos parece rebuscado. Pensemos por un segundo en todos los films franceses que hemos visto y comprobaremos que esto es así.


En resumen, un muy buen film, muy frío, estupendamente actuado, con una buena historia y entretenidamente intrigante.


Existe un preconcepto muy difundido entre los críticos cinematográficos que dice que los italianos hacen films ruidosos y viscerales, que los españoles sólo piensan en escandalizar, que los ingleses sorprenden por una vitalidad insospechada en ellos y que los franceses a la hora de filmar son elegantes y distantes. Si se acepta esto, estamos entonces ante un nuevo ejemplo del “típico gusto francés”.

Un abrazo,

Gustavo Monteros

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